Saúl Bedoya, acaudalado, culto, perverso, hijo de las guerras civiles que allanaron el triunfo del liberalismo en Argentina, recuerda sin atemperaciones su juventud disipada en París. Fue uno de aquellos ociosos herederos de gauchos enriquecidos que dilapidaban su fortuna en busca de un título, mucha diversión y un barniz de alta cultura europea. Esos argentinos que «no existen más», como decía Céline. Ya viejo, «monotemático y obsceno», traduce en sus notas privadas lo que se está gestando en un país en formación: una nueva clase burguesa, cínica y voraz, que utilizará recursos de cualquier índole para hacerse con el poder. Todo se compra y se vende -hectáreas, ganado, acciones, ferrocarriles, periódicos, candidatos presidenciales, también hombres y mujeres- por menos de lo que cuesta un novillo; incluso al mejor poeta de Francia, con el dice haber compartido alcohol y confesiones en París: «Baudelaire, en Buenos Aires, hubiera sido una puta de lujo. A la que yo mantendría».
El mordaz e implacable protagonista se somete a un riguroso examen de conciencia en el que descubre tanto su ambición como su indiferencia. Admite sus perversiones sexuales y afectivas, sus lecturas y plagios, su propio crimen y su pavor a ser asesinado. Y reflexiona de manera profunda y descarnada sobre lo que es una nación, interpelando a las fantasmales presencias de Baudelaire y Sarmiento, el intelectual que imaginó una Argentina moderna, a la que encandiló, y de la que acabó siendo víctima.
Prosa sin respiro, directa y rigurosa, seduce en cada línea. El amigo de Baudelaire, a la manera de un Gatsby del Cono Sur, muestra de forma excepcional qué se esconde tras la riqueza y sus móviles.
«He conocido a muchos escritores y artistas. Casi todos son peores que su obra. Andrés Rivera es una de las pocas personas que tiene la estatura de lo que escribe.»