Siempre tarda demasiado, pensó. Había unas flores hinchadas por la lluvia a sus pies, bordeando el camino. No le resultaban especialmente desagradables pero imaginaba su tacto esponjoso y aterrador, nunca se hubiera atrevido a tocarlas. Siempre tardas demasiado, dijo en voz alta. El reloj era nuevo y le picaba en la piel de la muñeca. Sudaba un poco, era su primer reloj y tenía la secreta intuición, que no se convertía aún en sospecha, de que iba a durarle poco. Si por ejemplo el reloj servía para saber exactamente cuánto se demoraba su padre, o para impedirle que se entretuviera con las babosas de la tierra húmeda y con los nidos de avispa en los agujeros de la madera o el cemento, mientras hacía burbujas con la saliva encima de la lengua e imaginaba esas burbujas colocadas en la punta de la nariz de la profesora, entonces intuía seriamente que había fallado en su obligación ética del año que comenzaba: no pedir nada que no necesitase.