Yo era un adolescente cuando se encontraron los cadáveres de los hermanos Collyer en su mansión de la Quinta Avenida. En cuestión de horas se convirtieron en leyenda, en seres mitológicos. En ese momento yo no sabía que algún día iba a acabar escribiendo sobre ellos, pero sentía incluso entonces que había algún tipo de secreto. ¿Se trataba tan sólo de excéntricos que coleccionaban basura? Eso es algo que se ve a diario en Nueva York. Se había apeado de todo. Eso era lo más importante. Venían de una familia adinerada, con todas las ventajas, pero habían decidido cerrar las puertas y las ventanas de su mansión, ausentarse de la vida que seguía sucediendo a su alrededor. Ésa fue su mayor decisión, una que les transformó la vida tanto como si hubieran emigrado. En realidad, fue una forma de emigrar, de huir. Pero ¿hacia dónde? Como mitos que son, los hermanos Collyer requerían no que se investigara sobre ellos sino que se les interpretara.