En palabras de Mateo Feijóo?, en The Kitchen el tiempo se detiene, deja de existir, aparece el aquí y ahora como una necesidad imperiosa de creación, fruto de una experimentación sensorial que se concretiza en comprensión. Marina Abramovic lleva a la práctica la máxima de Roni Horn: «No quiero hacer nada sino estar aquí. El hacer algo me alejará de aquí. Quiero lograr que estar aquí sea suficiente». Este trabajo es una producción sencilla, Marina Abramovic no utiliza un gran despliegue de medios, trabaja con lo imprescindible, habita el espacio, lo traduce y define, lo hace suyo. Cada fotografía es un fotograma de la performance que Marina Abramovic realiza dentro de esa inmensa cocina que alimentó primero a niños huérfanos, después a niños alumnos, a niños de un período muy concreto de la historia, a niños meteorito, a niños dolor, a niños esperma, a niños lengua y a niños sueño. A niños que curaban con recetas mágicas: «al desayuno, un vaso de oro líquido. Al almuerzo, un higo fresco. A la cena, un vaso de plata líquida».
Las fotografías del libro recuerdan a la escritura japonesa, dejan ver el arte y el trabajo, alcanzan desde su sencillez las regiones más excesivas del alma del espectador, son fotografías invadidas por el silencio y la inmensidad. La emoción no inunda, no sumerge, se hace lectura, el efecto de distanciamiento nos atrapa con su abstracción sensible. En las fotografías de The Kitchen no hay mentira, percibimos el abandono de toda trivialidad, somos espectadores de la fragilidad, de la discreción. El cuerpo es un cuerpo glorioso que se presenta con claridad, agilidad y sutileza; un cuerpo amable.
En The Kitchen estamos ante el hecho, la aprehensión del momento. Marina Abramovic nos ofrece la posibilidad de contemplar fragmentos puros, momentos de certidumbre. Una vez más, su cuerpo en conjunción con el espacio que ocupa conforma lo que ella denomina su «campo de representación».